Cuento de Navidad - "Con el tiempo hemos sabido"

 Suele ocurrir de la misma forma. Llega una carta de Méjico y es Navidad. Y entonces regreso a los días extraños, no puedo evitarlo. Aquella fue una Navidad distinta. Supongo que iba a juego con una época en la que nada ocurría como estaba previsto, una época en la que aprendimos a vivir de la mano de la incertidumbre.

Recuerdo el sonido del teléfono. Era noviembre. Las cosas se habían puesto difíciles, no solo por la pandemia, sino por todo lo demás. El año anterior, mi padre nos dejó. Dicen que el tiempo va desgastando las relaciones, igual que lo hace con los recuerdos y con nuestra piel. Nadie tiene la culpa, nadie puede librarse. Pero yo creía que nosotros estábamos a salvo de su paso. Es lo que tiene la juventud, esa mezcla de inocencia y osadía que, al madurar, se convierte en rendición.  Y papá preparó la maleta y se largó a vivir una vida que le faltaba. Eso nos dijo. En el fondo, a todos nos faltaba algo, pero eso lo supimos después, cuando llegó la pandemia.  

A principios de dos mil veinte, mi abuela dio un mal paso. Es lo que sostuvo sin flaquear ante el interrogatorio de mamá y del médico de urgencias. La realidad es que cruzó por donde no debía y tropezó con el bordillo del carril bici.  Un secreto que le guardé, otro más en la colección que ambas compartíamos. Cruzar entre las adelfas de la mediana, desafiando el tráfico de la avenida, formaba parte de la aventura de regresar del colegio con mi abuela.

Así que cuando llegó el coronavirus, nos pilló a todos con las heridas abiertas, tratando de recuperarnos de otros golpes. Mamá, de un divorcio que juraba no haber visto llegar;  mi hermano Guille, de la pérdida de su infancia, que por algún sitio se le había caído y andaba ahora, buscándola por los rincones, con la cara llena de granos; la abuela, de una cadera vieja que no terminaba de soldar, y yo, intentando averiguar en quién me estaba convirtiendo. Todos me veían resuelta y decidida, con mis veinte años y en tercero de medicina. Y, en realidad, no sabía si estaba tomando el camino correcto.  Pero no podía decepcionarles, no en ese momento. Y tampoco estaba segura de lo de Alejandro, después de tantos años saliendo juntos. Y él se daba cuenta. Y siempre terminábamos discutiendo.

Tras la operación de mi abuela, mamá decidió llevarla a una residencia para que pudiera seguir la rehabilitación. Al principio, podíamos ir a verla, pero hubo un brote de coronavirus y prohibieron las visitas. Fue entonces cuando mi abuela me planteó aquel reto.  

—¿Cartas? ¿Qué dices, abuela? Si ahora todo funciona por correo electrónico.

—Si yo soy capaz de aprender a manejar un ordenador portátil, tienes que prometerme que me responderás, ¿de acuerdo? —me dijo ella.

—Abuela, ya sabes lo liada que voy con la carrera. ¿Cuándo voy a sacar tiempo para escribirte?

No me escuchó y a los pocos días, recibí su primer mensaje.

Mi querida Irene, mi amor:

Esto del editor de textos es una maravilla. Si hubieran existido estos medios cuando yo era maestra, me temo que ningún alumno hubiera aprendido ortografía (el corrector es listísimo).  No sabes lo que estoy aprendiendo…

Reconozco que, al principio, aquello me daba mucha pereza y por qué no decirlo, un poco de miedo.  Eso de escribirme con mi abuela me resultaba bastante complicado.  ¿Qué iba yo a contarle a estas alturas?

Sin embargo, el mismo tiempo que avanzaba imparable en el calendario, mientras nosotros permanecíamos encerrados en casa, parecía detenerse cuando me sentaba en el ordenador para escribirle. Y mamá, hasta se ponía celosa.

—Pero, ¿qué es todo eso que os contáis? —decía acercándose a la pantalla.

—Cosas nuestras —le respondía yo, cerrando el portátil rápidamente.

Y salía de mi cuarto, entre dolida y orgullosa, lanzando al aire alguna orden para dejar constancia de que todavía, la autoridad era cosa suya.

—Mira a ver si ordenas esta leonera antes de cenar.

En verano, mi abuela tuvo que pasar varios días confinada en su habitación y aquellos mensajes le salvaron de la soledad. Eso me decía, en cada una de sus cartas. De hecho, cuando la llamábamos por teléfono y hablaba con ella, no me salía decirle todas esas cosas que, por escrito, fluían sin dificultad.

A través de mis cartas, mi abuela supo que mamá salió una noche a cenar con un compañero de la oficina; que a Guille debía gustarle alguna chica, porque se pasaba horas delante del espejo tratando de borrar sus espinillas; que Alejandro y yo, estábamos cada día más distantes; que aprobé todo; que mamá perdió su empleo, pero no al compañero, y que, a finales de octubre, la llamaron para un entrevista de trabajo.

Y en noviembre, el sonido del teléfono.  Hasta su forma de llamar parecía urgente.

—No es nada, no te preocupes —me dijo mamá sin poder evitar las lágrimas.

—Sabes que no podrás protegerme siempre, ¿verdad, mamá? —le dije—.  Lo siento, pero no es posible.  Y ya no soy una niña.

Me abrazó. Me dijo que la abuela estaba enferma. El coronavirus, esta vez, no la había perdonado. Tenía fiebre y dificultades para respirar. Estaba grave. Lloramos.

La llevaron al hospital y no era posible ir a verla. Neumonía bilateral, ingreso en UCI, respirador. Aquella noche no pude dormir.  Acababa de enviarle una carta.

Y cuando encendí el ordenador, a la mañana siguiente, la lucecita del correo electrónico parpadeó. Tiene un mensaje sin leer en la bandeja de entrada. Mi querida Irene, mi amor.

La carta empezaba igual que siempre, como si mi abuela estuviera ahí, delante de su ordenador. Y me contaba que los ejercicios con el fisio eran cada más vez duros, pero que los hacía todos y comía mucho para ponerse fuerte; que echaba de menos nuestras visitas; que era la envidia de los residentes, la abuelita del portátil que se escribía con la nieta; que, si no estaba segura de las cosas, me tomara mi tiempo. Mi vida estaba sin hacer y llena de futuro. Un beso, te quiero.

No le dije nada a mamá y decidí responder como si nada, a ver qué pasaba. Querida abuela.

Le conté, a quien fuera esa persona que se hacía pasar por ella, que cuarto me gustaba más que tercero, que mamá había encontrado trabajo, que Guille estaba enfadado con su mejor amigo por celebrar un cumpleaños con más de seis invitados, otro signo de madurez, a dónde íbamos a parar.

Mis cartas tuvieron respuesta hasta dos veces más. Y a principios de diciembre, mi abuela ganó la batalla y salió de la UCI entre vivas y aplausos que una enfermera grabó con su móvil. Todavía conservo ese video. Todavía se lo pongo a ella, con el sonido bien alto, para que pueda escucharlo. Todavía levanta el puño en señal de victoria.

La semana de Nochebuena nos la devolvieron.  Flojita y llena de canas, pero sonriendo, igual que cuando me esperaba al salir del colegio.  Y parecía un hada madrina, sobre una calabaza con forma de silla de ruedas.  Acondicionamos el dormitorio grande para ella, y mamá se vino a mi habitación.  Era un poco incómodo. No me importó.

—Esto es cosa de Vero, una de las cuidadoras —dijo mi abuela cuando se lo conté—. Me enseñó a manejar el correo electrónico. Le hablé de ti, de tu hermano, de tu madre. Y se acostumbró a tus mensajes.  Creo que los necesitaba más que yo.  

Verónica tenía veintinueve años y dos hijos, sin padre, en Méjico. Con el dinero que ganaba, trabajando en la residencia, mantenía a toda su familia. Y ahorraba un poquito cada mes para poder regresar allí, algún día.

Esa misma tarde hablé con mamá y estuvo de acuerdo. Le escribí. Pero esta vez, el comienzo era distinto.

Querida Verónica:

Mi abuela está en casa, supongo que ya lo sabes. A ella y a mí, nos gustaría mucho que vinieras a pasar la Nochebuena con nosotros. Ya nos conoces, eres casi de la familia.  Buen intento, lo de querer protegerme. Gracias, muchas gracias. Pero te digo lo mismo que a mi madre, no podréis estar siempre conmigo. Tengo que aprender a sanar mis propias heridas y a aceptar las cicatrices.

He continuado escribiéndome con Vero durante todos estos años. Se marchó por fin a Méjico, pero seguimos en contacto. Y sabe que aquel compañero que salió a cenar con mamá, se llama Javier, que es estupendo y que, alguna noche, se queda a dormir. Sabe que a Guille le gustó mucho su idea y ha organizado un grupo que escribe cartas a los ancianos de las residencias, para que luego digan de los jóvenes. Tienen mucho éxito y ahora, están planeando un curso de informática para que aprendan a navegar por internet.  A veces, hablo con Vero por videoconferencia y mi abuela se asoma a la pantalla para saludarla.

—Suplantadora —le dice mi abuela.

—El que con lobos anda, a aullar se enseña —replica Vero.

Y yo, al fin, he encontrado mi camino. Todo aquello que ocurrió, lo que nos ocurrió, tuvo un sentido. Terminé la carrera y voy a hacer preventiva. Y ya sé que no podré parar el tiempo, eso ya lo he asumido. Pero quizás, sí pueda adelantarme y minimizar los daños. O, ¿por qué no?, siendo más optimista, a lo mejor podría evitar que aparecieran. Me gusta pensar que puedo cambiar las cosas.

Alejandro y yo, lo dejamos. Debo asegurarme bien, no quiero que luego me falte algo, como a papá. Quiero que este sea el relato de mi vida, de nuestra vida.  

No sabíamos qué era, cuando llegó la pandemia. Lo que nos faltaba, entonces, era el conocimiento de nuestra propia fragilidad. Y ahora, que lo hemos aceptado, nos vamos recuperando, poco a poco.

Porque ahora lo sabemos, lo hemos aprendido. Sabemos de la formidable capacidad de un gesto para cambiarlo todo.




Paz Alvar


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